Lydia Cabrera Bilbao

La más joven de una familia criolla de clase media, Lydia Cabrera –hija del reconocido intelectual Raimundo Cabrera Bosch– nació en La Habana en 1900 y creció rodeada de sirvientes negros cuyas historias arrullaron su infancia. Educada por tutores, florece en un entorno familiar y social propicio para el desarrollo de sus múltiples talentos. En su adolescencia escribe columnas sociales en varios periódicos (Diario de la Marina, Cuba y América) y desarrolla una vocación por la pintura y el dibujo. Asiste con su padre a la Sociedad Económica de Amigos del País, viaja con su familia (a Nueva York, a Europa) y se apasiona por el diseño de interiores, del que se ocupa brevemente (1922). En la década de 1920, participa en las actividades de la Institución Hispanocubana de Cultura y de la Sociedad del Folklore Cubano, de la que es miembro fundador junto a Ortiz, entre otros. Durante ese período, se afirmará su carrera como mujer de letras y etnóloga, a su regreso de un periplo europeo de once años durante el cual radicará en París.

En la capital francesa estudia arte y hace amistades con intelectuales y artistas de la vanguardia de todo el mundo. Según su propio testimonio, ese paso por el París de entreguerras y el descubrimiento allí de las artes orientales (y no africanas) la llevarán a (re)considerar el potencial poético y el valor cultural de las religiones afrocubanas. En 1936, firma la compilación Contes nègres de Cuba. Después de haber vivido también en España y Suiza y al acercarse la Segunda Guerra Mundial, Cabrera regresa finalmente a Cuba, en 1938.

Se sumerge ahora, pero negando todo profesionalismo, en el mundo mágico-religioso de origen africano. Investigadora sensible a la imaginación y al humor de sus interlocutores, que resuenan con los suyos, Cabrera lleva a cabo una intensa e inigualable labor de recopilación. Observa ceremonias, graba cantos, recoge escritos vernáculos (cuadernos de iniciados) y escucha a quienes llama de buena gana «sus negros». Durante dos décadas, multiplica los lugares de investigación: Marianao, donde vive con su compañera, la paleontóloga María Teresa de Rojas; Matanzas, donde vive su amiga la terrateniente Josefina Tarafa, o Trinidad, que adora desde su primer viaje en 1927. Sus primeros artículos descriptivos de los años cincuenta y sus obras maestras etnográficas se basan en esos estudios; entre ellas, la atípica monografía (por otro lado, tratado de herbolaria ritual más tarde utilizado como tal por los iniciados) El Monte (1954), pero también Refranes de negros viejos (1955), La sociedad abakuá narrada por viejos adeptos (1958) o Anagó (1957), un compendio de vocabulario ritual yoruba con prólogo de Roger Bastide.

La escritora y etnógrafa sigue viajando a Francia durante este período, donde se erige en interlocutora privilegiada de ciertas figuras de la etnología (en 1954, conoce allí a Pierre Verger, a quien recibirá más tarde en Cuba, con Métraux; el resultado será un libro de fotografías: Verger y Cabrera, 1958). Nombrada asesora del Instituto Nacional de Cultura (1955-1959) creado por Batista, se encargará de acondicionar las salas «afrocubanas» del nuevo Palacio Nacional de Bellas Artes (1955), antes de que la Revolución de 1959 marcara un último giro en su vida.

Anticomunista y anticastrista convencida, Cabrera se aleja de Cuba en 1960 y se exilia a Miami. A pesar de su avanzada edad, después de una década de mutismo literario, desde España y Florida regresa a su producción de cuentos y relatos de ficción y a sus escritos sobre etnografía religiosa, basados en una revisión retrospectiva y nostálgica de sus notas prerrevolucionarias. Al derrumbarse el mundo de la Guerra Fría, que durante tres décadas la aisló de la vida cotidiana en Cuba, Cabrera murió al final de una larga vida, a los 91 años, sin volver a su isla natal.